Veinticuatro de septiembre, a las diez y media (en
adelante).
Ya habíamos dado muchas vueltas, mi gasolina era poca y me
daba mucha vergüenza comentarlo. Al fin, decidiste orillarte y decirme que el
lugar estaba perdido por ahí y lo más sensato sería regresar al lugar en el que
vivías.
Estaba sentada en la computadora, asqueada del tedio diario
y de los amigos famélicos, te escribí por la computadora (suena vago y ridículo). Tecleando cada letra, resintiendo lo pasado, saboreando lo añorado, creciste,
creciste, creciste y al fin te escribí. Tardaste en contestar y me puse
muy nerviosa. La misma sintaxis de siempre, construcción sin igual, aislado,
típico, señero y coqueto.
Conduje con un remolino en el estómago, las palmas sudadas y
los labios empapados. Las imágenes son vagas y turbias, pero lo que recuerdo me
enardece. Consecuentemente repasaba las fotografías de tu cara limpia y
hermosa, para recordarme la razón de ir ahí. Compré las cervezas porque siempre
creí deberte muchas cosas y quería lucirme con mi nuevo-viejo trabajo. Más
remolinos, más sudor, más empapados, más asco, más entraña. Entrando me
mostraste el lugar, frío y lúgubre. Nunca te imaginé viviendo en un lugar así,
me señalaste la cocina y la “sala” con una sonrisa angustiosa. Al menos sabía
que no era la única devorada por los nervios.
Después de pláticas
confusas y seculares, al fin decidimos vernos. El camino hacia Otay es muy
confuso y realmente no recuerdo bien el
pre-preparativo-de-la-noche-del-veinticuatro. Sólo recuerdo consejos de G, diciéndome
las razones por las cuales no debía verte. Indudables, indiscutibles, pero aún
así no vacilé esa noche. M hablaba de lo bueno de no tener que llevar
preservativos y eso me ponía más nerviosa porque yo no pensaba en situaciones
de ese tipo. Exaltada, me atropellaba los pies el mismo desasosiego, me fumaba
un cigarro, tras otro, tras otro, tras otro. Busqué el perfume de mis
diecisiete, busqué un peinado bonito, busqué un labial adecuado, maquillaje
coqueto, algo que las peripecias de mi cuerpo me dejaran usar.
Estúpida, estúpida, estúpida, no dejaba de hablar de las
mismas estupideces de la escuela, de mí, de la escuela, de la escuela, del
trabajo, de muchas estupideces. Pero no podía dejar de verte, hermosa como
siempre. Hablaba y las palabras se tropezaban en mi garganta, haciendo nudos en
mi lengua, demorando mi respiración, trastabillando cada latido y con un tifón
en el estómago. No quería parpadear para no dejar de ver tus ojos abiertos,
medio somnolientos pero igual de magnéticos que siempre. Tus labios pintados
rubí, con los bordes despintados por el saboreo de la cerveza. En algún momento
dejaste de hablar, cuando te dejé hacerlo, y nos quedamos viendo con las
narices bien cerca y tu aroma impregnando mi ropa.
Pensé que iba tarde como siempre, aceleré hasta que mi carro
cascabeleó. Miraba el reloj, 5 minutos tarde, 10 minutos tarde, cuando llegué
te busqué en el estacionamiento, no estabas. Te marqué y nunca supe dónde
estabas. Intenté engañarme y escuchar música para distraer mi cabeza y mi
estómago. Nunca engañe a ninguno de los dos porque las nauseas me mataban y la
cabeza me estallaba. No podía dejar de olfatearme, de peinarme y peinarme,
retoqué más de quince veces mi maquillaje pero no lograba verme perfecta. De
pronto te vi, estabas al lado de mí, con una sonrisa a boca cerrada. Sentí como
mis pupilas se dilataban y mis hombros se relajaban. Rebusqué y rebusqué pero
nunca encontré la razón cuando te dejé ese verano a mis diecisiete.
(La pesadez se me ha
escurrido por las noches, las noches en que no estábamos, ya no soy la de antes
y tú tampoco, hay que dejar vivir a los monstruos que poseen nuestros cuerpos)
Te amo, A.