miércoles, 10 de octubre de 2012

Septiembre agridulce



Veinticuatro de septiembre, a las diez y media (en adelante).

Ya habíamos dado muchas vueltas, mi gasolina era poca y me daba mucha vergüenza comentarlo. Al fin, decidiste orillarte y decirme que el lugar estaba perdido por ahí y lo más sensato sería regresar al lugar en el que vivías.

Estaba sentada en la computadora, asqueada del tedio diario y de los amigos famélicos, te escribí por la computadora (suena vago y ridículo). Tecleando cada letra, resintiendo lo pasado, saboreando lo añorado, creciste, creciste, creciste y al fin te escribí. Tardaste en contestar y me puse muy nerviosa. La misma sintaxis de siempre, construcción sin igual, aislado, típico, señero y coqueto.

Conduje con un remolino en el estómago, las palmas sudadas y los labios empapados. Las imágenes son vagas y turbias, pero lo que recuerdo me enardece. Consecuentemente repasaba las fotografías de tu cara limpia y hermosa, para recordarme la razón de ir ahí. Compré las cervezas porque siempre creí deberte muchas cosas y quería lucirme con mi nuevo-viejo trabajo. Más remolinos, más sudor, más empapados, más asco, más entraña. Entrando me mostraste el lugar, frío y lúgubre. Nunca te imaginé viviendo en un lugar así, me señalaste la cocina y la “sala” con una sonrisa angustiosa. Al menos sabía que no era la única devorada por los nervios.

 Después de pláticas confusas y seculares, al fin decidimos vernos. El camino hacia Otay es muy confuso y realmente no recuerdo bien el pre-preparativo-de-la-noche-del-veinticuatro. Sólo recuerdo consejos de G, diciéndome las razones por las cuales no debía verte. Indudables, indiscutibles, pero aún así no vacilé esa noche. M hablaba de lo bueno de no tener que llevar preservativos y eso me ponía más nerviosa porque yo no pensaba en situaciones de ese tipo. Exaltada, me atropellaba los pies el mismo desasosiego, me fumaba un cigarro, tras otro, tras otro, tras otro. Busqué el perfume de mis diecisiete, busqué un peinado bonito, busqué un labial adecuado, maquillaje coqueto, algo que las peripecias de mi cuerpo me dejaran usar.

Estúpida, estúpida, estúpida, no dejaba de hablar de las mismas estupideces de la escuela, de mí, de la escuela, de la escuela, del trabajo, de muchas estupideces. Pero no podía dejar de verte, hermosa como siempre. Hablaba y las palabras se tropezaban en mi garganta, haciendo nudos en mi lengua, demorando mi respiración, trastabillando cada latido y con un tifón en el estómago. No quería parpadear para no dejar de ver tus ojos abiertos, medio somnolientos pero igual de magnéticos que siempre. Tus labios pintados rubí, con los bordes despintados por el saboreo de la cerveza. En algún momento dejaste de hablar, cuando te dejé hacerlo, y nos quedamos viendo con las narices bien cerca y tu aroma impregnando mi ropa.

Pensé que iba tarde como siempre, aceleré hasta que mi carro cascabeleó. Miraba el reloj, 5 minutos tarde, 10 minutos tarde, cuando llegué te busqué en el estacionamiento, no estabas. Te marqué y nunca supe dónde estabas. Intenté engañarme y escuchar música para distraer mi cabeza y mi estómago. Nunca engañe a ninguno de los dos porque las nauseas me mataban y la cabeza me estallaba. No podía dejar de olfatearme, de peinarme y peinarme, retoqué más de quince veces mi maquillaje pero no lograba verme perfecta. De pronto te vi, estabas al lado de mí, con una sonrisa a boca cerrada. Sentí como mis pupilas se dilataban y mis hombros se relajaban. Rebusqué y rebusqué pero nunca encontré la razón cuando te dejé ese verano a mis diecisiete.

 (La pesadez se me ha escurrido por las noches, las noches en que no estábamos, ya no soy la de antes y tú tampoco, hay que dejar vivir a los monstruos que poseen nuestros cuerpos)

Te amo, A.